martes, 1 de septiembre de 2009

Un armario lleno de sombra - Antonio Gamoneda

Argumento: Un armario lleno de sombra es el primer libro de narrativa de este poeta. Dos o tres años después del fallecimiento de su madre, Antonio Gamoneda se decidió a abrir aquel armario, que había permanecido cerrado y que contenía todas sus cosas. Al hacerlo capta su olor, y con él, a su madre viva. La secuencia de recuerdos que ese hecho despierta se convierte en narración e historia en estas duras memorias de infancia, desde el momento en que estalla la Guerra Civil hasta el día antes de cumplir catorce años. Su padre, periodista y autor de un único libro de poemas Otra más alta vida (con el que Antonio aprendiera a leer a los cinco años y que le puso en camino del pensamiento poético), murió al año siguiente de nacer él. Entonces se trasladaron a León, a un barrio obrero de la periferia y allí vivieron la guerra y la posguerra con la precariedad extrema de una familia sin recursos. Un armario lleno de sombra es un libro valiente. Gamoneda confiesa situaciones vergonzantes que le afectaron a él y a su familia. Su padre era morfinómano; de niño, un adulto le obligó a hacer obscenidades; iba a clase con los zapatos viejos de su madre; torturó en un sótano a una perrita inofensiva; tuvo que desenterrar los huesos de su padre para que no fuesen a parar a una fosa común, y de paso recuperó sus dientes de oro para pagarle una prótesis a su madre. De las humillaciones que imponía la pobreza; de su paso por el colegio de los frailes agustinos, donde vió la brutalidad y la pederastia; de la sangrienta represión franquista muy presente en León; el lector encontrará los detalles en las páginas de este libro (no exento de humor); el relato conmovedor de una infancia vivida en los años más oscuros de la historia reciente de España.





Fragmento:
No sé si la voluntad de escribir sobre mi infancia –de escribir mi infancia– tiene alguna causa. El olvido progresa en mí y se hace parte de un silencio intelectual que, fugazmente, me proporciona algo parecido a un bienestar. Un bienestar vacío. 
En el olvido están los recuerdos. Advierto que mi aprendizaje de vejez no es otra cosa que la forma que adoptan ahora en mí el pasado y sus sombras.

Hay situaciones y pequeñas causas, lejanas unas y otras anteriores a mi vida; todas –las segundas también– permanecen en mi pensamiento y están dentro de luces declinantes o inmóviles. Recuerdo los pregones, los fracasos de cristal o de loza, el olor a trementina de los muebles y el de la cera que no podía pisarse. Veo montones de estiércol, humeantes y rodeados de nieve en la cercanía de establos; escucho el sonido de goznes y de sábanas crujientes envolviendo cuerpos (yo mismo puedo ser uno de esos cuerpos). Huelo sustancias suspendidas en la atmósfera de una habitación en la que alguien acaba de morir. Veo el halo amarillo de lámparas sobre mesillas de noche altas y torneadas y la caída de gotas negras sobre vasos mediados de agua (cada gota va a hacer que el agua se estremezca). Me llega un susurro que se produce en la zona de sombra: es mi madre que cuenta las gotas despacio. Los nombres de los números no se oyen realmente; apenas son otra cosa que un movimiento de labios.

Vienen las dentelladas invisibles de la carcoma y el estallido de celdas en el interior de la madera; el olor de la leche hirviendo y el silbido que produce al derramarse sobre las placas ardientes (bajo el hierro hay carbones encendidos), seguido de un sobresalto de mujeres.

La chapa encimera y las piezas atornilladas al frontal de la cocina económica brillan (las frotaban con asperón o piedra pómez molida y puesta en manojos de esparto) sobre el hierro aceitado. Recuerdo mi rostro perdiéndose en la profundidad roja de los calderines (el latón lo limpiaban con paños empapados en vinagre) y el minúsculo pomo, macizo y con venas de cardenillo.

Las manos de mi madre eran grandes. Las ponía en mi frente queriendo medir una fiebre que quizá no existía y yo me acostumbré a sentir reunidos el olor a lejía y la ternura. Las manos fueron grandes en años lejanos; no más tarde, cuando descansaron frías sobre la manta roja que envolvía sus piernas. Las venas, gruesas en otro tiempo, se habían sumido en una blancura hasta entonces inexistente.

También era difícil reconocer sus ojos, que habían sido ágiles aunque pareciesen siempre cristalizados en el cansancio. Se hicieron más grandes (se había dilatado su iris o se habían retirado sus párpados) y no había en ellos oscuridad ni señales de pensamiento. Tras la córnea, inexplicablemente azul o carente de color, no lo sé bien, permanecía una mirada interrogante y quieta. Había desaparecido la precisión de la pupila pero no la mirada. La transformación de sus manos y sus ojos duró cinco años, quizá más. Murió suavemente, dejando caer con cuidado la cabeza sobre la clavícula izquierda. Estábamos en la galería y el sol se retiraba ya del frontón blanco de las casas vecinas. Yo estaba dándole de comer. 


La llave se ajustó al mecanismo oculto tras el escudo de latón que, simétrico, se repite inútilmente sobre la otra hoja del armario. Al girarla, de las escondidas uñas y ruedecillas se desprendió un chasquido metálico que pertenecía a otro tiempo.

La percepción se dilataba en un saber confuso, como si se hubiese coagulado mi pensamiento. Algo que no me proporcionaba sufrimiento ni placer se deslizaba dentro y fuera de mí. El chasquido podría ser una más en la serie de marcas triviales que ayudan a medir el tiempo, pero yo interpretaba estas marcas con una dificultad originada quizá en el hecho de que el tiempo está intervenido por la muerte.

Quieto ante el armario, entré en una suavidad semejante a la que acompaña a los movimientos en los sueños; no tenía necesidad de distinguir entre lo posible y lo imposible y no hubo en mí sobresalto al oír el chasquido que sólo se producía cuando mi madre hacía girar la llave.

Pensé en ella: estática en la humedad, dentro de una atmósfera corporal tomada por un olor ácido, envuelta en silencio. El olvido descendía al esfínter al mismo tiempo que sus ojos se recogían en la quietud.

No tuve una conciencia completa de la situación, sumergido en un tiempo en el que carecía de importancia la diferencia entre el ahora y el antes.

Una de las puertas del armario es sólo el marco de un espejo grande en el que habrán entrado rostros que desconozco. En uno de los biseles (son anchos; antes los hacían con piedras giratorias), busqué una ráfaga de puntos rojos o negros, creados por una lepra que atraviesa el azogue, pero no logré localizar esta señal. Es una excoriación menuda, descubierta una tarde que, extraviado en el aburrimiento de alguna de mis enfermedades (las recuerdo como si todas fuesen la misma, interminable), me asomé al espejo.

Retengo en modo separado una, sólo una, de aquellas enfermedades. Mi madre había envuelto la bombilla en una sarga roja. Fue en el dormitorio de la casa del Crucero. Los cuarterones estaban entornados para aliviar el calor. Escuchaba el motor y la voz de mi madre en una falsa lejanía creada por la fiebre. Ella cantaba con el cuerpo inclinado sobre la máquina Singer y la canción entraba en el bramido eléctrico y atraía el pasado a la galería en la que tan sólo había sombra bajo las hojas de las begonias.

Me había bajado de la cama y, con los pies descalzos, me acerqué al armario. Lo hacía muchas veces. Me ataviaba con un velo que ocultaba mis cabellos y dejaba pasar el tiempo mirando mis facciones enmarcadas. Lo hacía para buscar la que me parecía una delicada belleza: me mentía; me dejaba estar en la visión de alguien que, inexistente y femenino, sonreía con mi rostro.

En una de estas ocasiones vi los puntos negros en el bisel. Sesenta años después, en el mismo espejo, reapareció mi rostro, ceniciento y más grande de lo que es en realidad. Abrí la boca y, en la profundidad del mercurio, se formó una cavidad oscura alrededor de mi lengua. Los cabellos hacían ver una claridad desordenada y sucia que nada tenía que ver con la luz ni la sombra. Había un viejo irreal en el interior de la lámina y advertí de manera incompleta que el viejo era yo. 


Después, la profundidad visual se hizo alucinatoria: busqué insensatamente la mirada del niño que hacía teatro con su propia belleza.

He vivido siempre cerca de este armario que nunca se abría del todo. Durante años he pensado, sin dudas y también sin convicción, que el contenido que permanecía envuelto en la sombra no podía ser visto y conocido por nadie más que por mi madre.

Abrí las dos puertas. La tiniebla interior convertía en grisalla la penumbra de la alcoba. Hice entrar mi cabeza en la oscuridad del armario y entonces ocurrió algo que me envolvió en su realidad física: sentí el olor de mi madre. Viva.

No pensé nada. Pensar, me digo ahora mismo, era innecesario además de imposible.

El olor no era el antiguo de la lejía en sus manos ni el más próximo de los orines y las llagas hirvientes, sino otro más lejano y duradero: exudación limpia, restos de colonia de hierbas y de jabón cuajado en glicerina. Estas sustancias estaban incorporadas a ropas sostenidas por perchas dentro de las sombras. Advertía también el perfume grasiento de la madera interior, pero sólo como una segunda atmósfera que sostenía el olor de mi madre.

Me adentré más en el armario y, braceando, empecé a descolgar vestimenta: tejidos invernales y pesados, otros ligeros y cálidos, algunos delgados y crujientes. El cresatén se deslizaba, frío, entre mis manos.

En los bolsos de los abrigos encontré gasas y encajes ásperos; debajo, en montones perfectos, como si hubiesen de permanecer así para siempre, los lienzos blancos (el algodón de las prendas interiores y las sábanas) que interrumpían la oscuridad de manera imprecisa. Al fondo del armario, en los zapatos vacíos (todavía están allí y aún huelen débilmente a betún y a la impregnación carnal; este olor, no sé por qué, se desvanece muy lentamente), advertí huellas de las articulaciones digitales acrecentadas por el calcio. Hay también bolsos de mano. Todos son negros y también el olor de su piel se incorpora a la atmósfera del armario en su zona inferior.

Saqué los bolsos uno a uno y los fui colocando sobre la cama que, como el armario, pertenece a otro tiempo. Tiene nervaduras en los barrotes y rúbricas de gubia en los entrepaños. En un ángulo del cabezal hay unos agujeros minúsculos y perfectos. Mi madre curaba esta pequeña ruina con formol. Se ahogaba. Recuerdo sus labios azulados.

En la habitación no había otra luz que una cinta de claridad que, atravesando la separación de las maderas ventanales, se quebraba al alcanzar el ángulo del techo raso. Se podían ver partículas de polvo flotando en los restos del crepúsculo. Desaparecieron cuando encendí la lámpara y las formas se hicieron reconocibles. Esto me produjo un ligero sobresalto, pero pronto empecé a moverme suavemente, sin agitación, como un comerciante o un coleccionista en su costumbre: la luz eléctrica había hecho que los objetos perdieran su valor de apariciones pero el armario seguía lleno de sombra. 


Dos bolsos no contienen otra cosa que un relleno de papeles arrugados. Hay otros cuatro más abultados. En el más grande, deshaciendo un envoltorio de periódicos amarillentos, encontré seis cintas; cuatro moradas y dos negras. Su longitud es mayor que la distancia entre los extremos de mis brazos abiertos y, al extenderlas, crujieron como hojas secas. Tienen pegadas grandes letras recortadas en oro fingido que leí sin enterarme.

En el bolso hay también fotografías. En una, muy antigua, la emulsión se ha descompuesto en manchas débilmente amarillas sobre una pareja: ella, encorsetada y halduda; él, perdido en un traje demasiado grande. Los dos miran a la cámara con ojos muy abiertos. No sé quiénes son.

En uno de los periódicos localicé un fotograbado en el que aparece mi padre ante una máquina de escribir. Está entrevistando a tres mujeres y tres hombres que posan en formación rígida y perfecta: ellas, sentadas, llevan pequeños sombreros redondos y sonríen unánimes con labios pintados en forma de corazón; los hombres, en pie detrás de las sillas, están uniformados por bigotes excesivos.


Enlace relacionado:  Faro Gamoneda